04 abril, 2010

Un hombre solitario


Basada en la novela de Chistopher Isherwood "A single man"

Me levanto a enfrentar la misma rutina de siempre. El despertador suena a la seis, me desperezo y me acurruco entre las cobijas, buscando un calor que ya no existe, pero que en ocasiones creo aún encontrar. Finalmente me resigno a abandonar la tibieza de la cobijas, pongo los pies en la moqueta azul. Sí ese era tu color favorito; recuerdo que la elegimos juntos, nos gusto al instante, no tuvimos que discutir ni nada por ella; nos gustaba porque no era completamente lisa, aburrida, sino que tenía unos diseños de delicadas ondas. Ondas que nos hacía recordar el verano de 1970 que pasamos juntos.
Camine hacía el baño y me contemple largamente en el espejo sobre el pequeño armario que tenía. Había cambiado tanto, mi piel ya no estaba firme. Algunas arrugas bajo los ojos y la piel algo fofa debajo de la barbilla cantaban mis cuarenta y cinco años y luego estaba esa mirada triste y amarga, triste y sin brillo; tú te llevaste todo, absolutamente todo. Me volví después al gran espejo que no se había movido en años de su lugar detrás de la puerta y me observé por todos los ángulos, me despoje de las ropas para observarme mejor. Todavía conservaba algo de los músculos delineados, sobre todo en los brazos y piernas. Había nadado mucho de joven y corrido en muchos torneos, era por ello que mi cuerpo no parecía encajar con mi rostro.
Me duche rápidamente, me afeite. Y tome una de las camisas perfectamente planchadas de la lavandería al igual que el resto de mi indumentaria. Me observe por última vez, ensaye una sonrisa que se me antojo estúpida; mis labios sonrían pero mi mirada no. Pero después de todo, eran tan pocos los que realmente me miraban; la gran mayoría de estudiantes pasaban a mi lado, levantaban los ojos y mascullaban más que pronunciaban un: ¡buenos días profesor Wilson! Lo mismo era con los profesores, nos reuníamos en una sala de medianas dimensiones; había una mesa siempre impecable y varias sillas a su alrededor, un refrigerador pequeño, un horno microondas y todo lo que pudiera ser necesario para charlar y descansar un poco del ajetreo de las clases, pero sobretodo de lidiar con un grupo de adolescentes con las hormonas a mil por hora.

Llegue como siempre puntual; solo que está vez me había adelantado un poco, quería llegar el primero al salón de profesores, ansiaba estar solo. ¡Lastima!, Trevor y su regordeta cara de ojos saltones que invariablemente me recordaba al gato anaranjado y gordo de las historietas ya estaba allí.
- Hola, Wilson cómo estás.
- Bien Trevor, y a ti cómo te va.
- Los chicos este verano parecen estar peor que nunca, termino hecho un trapo, tu ya sabes que hay ocasiones en que es imposible tratar con ellos.
- Sí, supongo que si. Disculpa, voy por un café - en realidad no se me antojaba beber nada, lo único que deseaba era huir de Trevor, conocía su cháchara de memoria y no estaba de humor para aguantarla - voy afuera un instante.
- Pero si aquí tienes de todo.
- Sí, pero me gusta más el café del dispensador.
- ¡Que locura!
- Ya sabes que soy un poco excéntrico - lo vi encogerse de hombros y volver la vista a una lista que tenía en las manos.
Suspire aliviado cuando me vi fuera del salón, además ya se acercaba mi hora de dictar clase. Soy profesor de literatura.
Llegar un cuarto de hora antes al aula pensé que me darían esa soledad que necesitaba, pero ya estaban allí algunos de los chicos, definidamente este no era mi día. Susan, una jovencita preciosa de cabello muy rubio, que invariablemente se sentaba en primera fila, al lado izquierdo; a su lado Jonathan, un muchacho algo moreno y musculoso, no dejaba de admirar a su compañera y esta no dejaba de mirarme a mí.... ¿a mí? si estará desquiciada está niña; nos separaba el abismo de edades, el que yo no podía por ética intimar con ningún alumno y el hecho de que simplemente con todo su juvenil encanto no me interesaba en lo más mínimo. Estaba también Mariela, una muchacha con rasgos latinos, algo solitaria, pero que defendía su espacio y sus raíces como una verdadera pantera. Poco a poco la clase se fue llenando, ya todos eran una masa sin nombre... hasta que llegaba Robert, a veces me daba la impresión de que se retrasaba a propósito, para pavonearse frente a las chiquillas que suspiraban por él, salvo Susan. Una sonrisa de satisfacción aparecía en mis labios, entonces tenía que bajar la mirada y fingir que estaba anotando algo en la pizarra, o revisando la lección del día o corrigiendo los exámenes; siempre tenía un pretexto para apartar la vista de aquel joven, porque sabía muy bien que si no lo hacía me delataría frente a todos, era como si me desnudara frente a la clase.
Me gustaba la docencia, disfrutaba llenado esas juveniles cabezas de historias, escritores, datos, poesía; y parecía que ellos también estaban contentos porque mi clase era una de las más concurridas. Cuando terminaba esta, Susan siempre tenía un pretexto para quedarse un rato más y acompañarme hasta la sala de profesores y Robert nos seguía, ambos a mi lado; hermosos, sonrientes, con la frescura natural de la juventud. En ocasiones Robert se me quedaba mirando con sus hermosos ojos azules y sonreía, era una sonrisa diferente... dulce, tranquila, no le había visto sonreírle así a nadie. Y al volverme encontraba una mirada parecida en Susan. En que lío estaba metido yo, pero siempre me decía que eran suposiciones mías. ¿Cómo podía resultar atrayente un hombre como yo para Susan... y peor aun para Robert? Me aterraba pensar que este muchacho hubiera captado algo en mis miradas, pesé a mis esfuerzos por esconderlas. Pero de ser así, no parecía disgustarle en lo más mínimo.
Me crucé en el corredor con Foster, el joven profesor de matemáticas. Se detuvo risueño y nos observó por unos instantes.
- Allí va Jean Wilson y sus incondicionales ángeles guardianes.
No sé porque razón aquel comentario me hizo ruborizar, no sé si era el tono en que lo había dicho o la malicia que adivine en su mirada gris.
- Bueno, en todo caso son ángeles que trabajan por cuenta propia.
- Sí claro, me has de dar la dirección del cielo para que me envíen uno - me dijo mirando detenidamente a Susan.
- Ya te la daré uno de estos días.
Y se unió a nosotros, mis ángeles estaban definitivamente incómodos con la presencia de aquel entrometido que había venido a interrumpir nuestra amena conversación. Foster no dejaba de parlotearle a Susan, pero ella le respondía a duras penas; creo que lo hacía mas por respeto que porque realmente quisiera contestarle. Robert aprovecho para acaparar toda mi atención.
- Mañana tengo un juego de tenis, es para las clasificatorias de la universidad... y no sé si usted quizá quiera ir, es en la tarde, después de clases,
- Creo que es más apropiado que tus padres vengan a verte y no yo.
- Papá murió hace tres años y mi madre prefiere sentarse por horas frente al televisor, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Solo se mueve para hacer las compras y cocinar, si está de humor puede que limpie un poco, pero por lo general esa labor me corresponde a mí. Dudo que venir a verme jugar este en su programación de está semana.
- Sonreí con algo de tristeza, un joven como aquel no merecía ser tratado así.
- Esta bien, vendré a verte jugar y más vale que ganes - si usted está allí tenga por seguro que ganare me dijo, y se alejo corriendo como un cervatillo.
Entretanto ya habíamos llegado a la sala de profesores, y Foster entro resignado.
- Ufff, que pesado es ese tipo - se ruborizó al instante por sus palabras - quiero decir que es un poco molesto ese profesor. Ha estado hablando todo el trayecto, parece que no tiene el menor asomo de sentido común... ¿es que no se daba cuenta que estorbaba?
- ¿Tanto así te ha molestado?
- Es que a mí solo me interesa charlar... con usted.
- Susan, afuera hay un mundo enorme que te espera, no tengo porque ganarme tu exclusividad.
- ¿Le molesto entonces?
- No, no, tú no podrías molestar a nadie nunca. Solo que me gustaría que te integraras al grupo de la clase, ya verías como te divertirías en vez de acompañarme todo el tiempo.
El rostro de la muchacha se entristeció tanto que casi me arrepentí de haberle dicho lo que le dije. Pero era mejor que no se hiciera ilusiones conmigo. Me acaricio el cabello y una lágrima se deslizo por su tersa mejilla. Luego la vi alejarse lentamente, pero de pronto empezó a correr como si el mismo sentimiento que la hacía acercarse a mí, ahora la obligara a alejarse lo más pronto posible; necesitaba estar a solas, la comprendía muy bien. Me quede observándola unos instantes; su figura delicada, su pequeña cintura y su rubia melena... cuantos envidiarían mi suerte.
Al atardecer regresé a casa, a su silencio de siempre. Me di cuenta que las flores que George cuidaba con tanto esmero empezaban a languidecer; aquello me hizo sentir mal, así que tome sus guantes de jardinería, removí un poco la tierra y las regué con abundante agua. En realidad no tenía la más mínima idea de lo que estaba haciendo, solo actuaba por el recuerdo de haberle visto hacer aquello.
Había regalado su colección de canarios y su tortuga, pero de Claudio no podía desprenderme era un gato gris que un día trajo de la calle; flaco y enfermo. George era así, tierno, amistoso, generoso. Tan distinto a mí, los vecinos apenas me saludaban en cambio con él emprendían largas conversaciones.
George, George por qué te deje ir de compras aquel desgraciado día, ya habían advertido por la televisión que nevaría mucho. Por qué no fui contigo, ahora no tendría que soportar este vacío, esta ausencia. No puedo olvidar la llamada aquella diciéndome que un BMV de color azul al parecer había patinado en la resbaladiza nieve y se había estrellado contra un muro.
¡No, no podías ser tú!, era una mentira, un error de la policía. Me subí al auto y casi volé hasta el lugar que me habían indicado. Cerré los ojos, rogué que no fueras tú, pero allí estabas tirado en medio de la nieve que se iba tornando roja con tu sangre. Me acosté a tu lado y me quede observándote no sé cuanto tiempo, sonreías, aún en ese terrible instante sonreías. Me hubiera quedado allí eternamente, si no hubiera sido porque sentí una leve sacudida.
- Señor debe levantarse, tiene que dejar trabajar al personal de la policía forense.
Alce la mirada, se trataba de un joven policía, traté de ponerme en pie pero me era imposible. La idea de dejarte allí tirado, dejando que unos desconocidos te tocaran me era insoportable. Finalmente pude levantarme, avance unos pasos y ya no recuerdo nada más, solo era como si me sumiera en un negro abismo, un abismo del que aún no puedo salir.

"Las rosas vuelven a florecer"

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Una vez un caminante perdio su rumbo, su luz, su pensador... Sumido en la negrura de su noche, desesperado...

Encontrase con extraño fulgor radiante, que con letras y palabras alumbraba el sendero de la vida...

El Caminante empezo a hacer suyas sus letras... encontro paz y alegria en ellas, encontro rastros de lagrimas y emociones furtivas... Encontro las cosas buenas y alguna que otra abadia...

Y ese fulgor lo llevo de nuevo a su sendero... y encontro su musa... aquella que con palabras y escritos forjaron historias e hitos...

Y la rosa de Fuego brillante, que quizas se extingue o quizas se marchite, pero nunca ambas, surgio d enuevo con mayor resplandor... e ilumino a los suyos que estaban a su alrededor y comenzo d enuevo a trazar y escribir... todo loq ue quedaba por venir...

El César del Coctel dijo...

hola mi Rosita... como te lo dije, el Gato y yo estamos aquì leyendo esta nueva historia... y bueno, ya es más de la media noche en Bogotá, así que dormiremos

besos y abrazos

un-angel dijo...

Te empecé a leer hoy en medio de mi noche de trabajo. Que interesante triangulo, Wilson, Susan y el joven de ojos azules...
...ese gato gris callejero adoptado me hizo pensar en mi mosquito, jaja...
Bueno, paso al capítulo 2...