30 octubre, 2008

Los renglones torcidos (El encuentro)

Sin embargo, pese a tan mal comienzo para nuestras relaciones, los caminos ya estaban trazados y en algún momento se cruzarían inevitablemente. No fue mucho el tiempo que transcurrió para volver a vernos en unas circunstancias bastante inusitadas.
Todos los médicos del hospital estábamos obligados a cumplir con un día en el pabellón de emergencias; aquel lunes era el que me correspondía y siempre terminaba con un dolor de cabeza fatal. Había días tranquilos, pero estaban aquellos otros, en que apenas si podía tomarme unos minutos de descanso para beber un café. Personas con hemorragias internas, heridas infectadas, quemaduras graves, fracturas, lesiones múltiples por atropello, mujeres a punto de dar a luz, pacientes con isquemias, ataques cardiacos, envenenamientos. Bolsas de salino, vendas, carros de resucitación, inmovilizadores de cuello y miembros inferiores o superiores, cremas antibióticas, hilos de sutura, jeringas. Todo eso era lo cotidiano en emergencias.
Seguía haciendo mi ronda, recibiendo a los pacientes y trabajando junto a los internos.
- Doctor Douglas, hay un paciente en el área tres, acaba de ingresar, tiene una herida por perforación, ya le fue aplicado la vacuna anti-tetánica, requiere sutura- me dijo agitado uno de los jovenes internos.
- Enseguida voy para allá.
- Quedese con este paciente, tiene quemaduras de segundo grado, ya conoce el procedimiento.
Abrí las cortinas y me encontré con Greene, no pude reprimir un gesto de sorpresa. Oprimía una camisa sobre una herida en el muslo izquierdo. Estaba pálido y apretaba los labios con fuerza, el dolor debía estarlo matando.
- ¡Usted!... creo que mejor me voy a otro hospital. Solo incosciente podían haberme traido aquí.
Intento bajarse de la camilla, pero yo lo detuve sujetándole por los hombros. Lo sentí tensarse bajo mis dedos. Con fuerza aparto mis manos de su cuerpo.
- En sus condiciones no creo que vaya muy lejos, además, ¿cómo quiere que lo ausculte sin tocarlo?, vamos, déjeme ver la herida.
Sus manos se apretaban sobre el borde de la camilla, era evidente que toda esa situación le era violenta.
- Ahora estese quieto, voy a cortar sus pantalones para examinarlo y poder suturar.
Aquella perspectiva no pareció agradarle en absoluto, me acerque con una tijera para proceder con el corte, pero de pronto sentí mi muñeca sujetada con fuerza.
- No, dejelo así.
- ¿Qué lo deje así?, ¿es que acaso quiere desangrarse?. La herida no es muy grande, pero si profunda. ¿Cómo se lastimo?
- Gajes del oficio.
Volví a acercarme a él, pero me detuve. Había en sus ojos algo muy parecido al miedo, sus pupilas dilatadas, su mano sin soltar mi muñeca .
- ¿Pero qué le sucede, solo trato de ayudarle?
- No se acerque, no me ponga las manos encima... aleje eso de mi...¡alejelo!
- ¿Por qué vino aquí si no quiere ayuda?
- Trate de hacerlo por mi cuenta, pero había sangrado mucho, creo que me desmaye. La Sra. Taylor debe haberme encontrado. Siempre se da una vuelta por mi apartamento para dejarme algo de comer.
- Por favor Greene, déjeme atenderlo, voy a aplicarle un hemostático, si sigue perdiendo sangre necesitará de una transfusión y no creo que le agrade quedarse aquí por mucho tiempo. Haré todo lo más rápido que pueda.
Finalmente asintió con la cabeza y yo procedí a cortar una de las piernas del pantalón, la herida no se veía nada bien, los cuidados que él se había procurado no habían servido de mucho. Limpie la zona y luego le aplique una inyección de lidocaina, cuando hizo efecto empeze a suturarle. Levante la vista unos instantes para observarle, tenía los ojos cerrados y seguía tan pálido como antes. Repare entonces en una de sus delgadas manos, los dedos índice y medio presentaban una extraña deformidad... como si hubieran sido quebrados. Cuando volví a subir la mirada me encontré de nuevo con sus ojos, me miraban con una mezcla de rabia e impotencia. Sin duda odiaba tener que someterse a mi escrutinio, pero no tenía más salida.
- ¿Qué pasa, debe haber visto cosas peores aquí en emergencias?
- Perdone, es una lesión antigua ¿verdad?
- No creo que eso le importe.
Mientras maniobraba sobre la herida le sentía temblar, no era solo el dolor, había algo más. Ya había terminado de suturar, mis manos se posaron unos instantes sobre su muslo para colocar el vendaje, pero Greene me dio un empujón que me hizo trastabillar.
- Dejelo así, yo puedo ponerme la venda solo.
- Voy a hacerle una receta debe tomar por unos días analgésicos y algo para evitar la infección, puede conseguirlo todo en la farmacia. Con la pierna en ese estado no creo que pueda moverse, ¿quiere que lo ayude a conseguir un taxi?
- No, yo me las arreglo.
- Espere, voy a pedir que le traigan una silla de ruedas.
- Pero, usted es la persona más exasperante que he conocido. No quiero su ayuda, ya déjeme en paz.
- Bien, si tanto le disgusta mi ayuda déjeme llamar a la Sra. Taylor.
- No la moleste.
- Debe estar en la sala de espera, dudo que lo haya traído hasta aquí y luego se marchara sin más.
Intento bajar de la camilla, pero el dolor le hizo volver a sentarse. Indudablemente empezaba a entender que no iba a poder salir del hospital por si solo. Esa sola idea pareció aterrarle; su respiración se hacía cada vez más agitada, parecía mareado y temblaba ostensiblemente; sus ojos miraban la habitación con una expresión de angustia indescriptible, la frente se le iba cubriendo de sudor. Por los síntomas no me cabía ninguna duda que aquel hombre estaba sufriendo un ataque de pánico. Me acerque a él hablándole suavemente, tratando de serenarlo y hacerle entender que no tenía de qué preocuparse; quise hacer contacto corporal con él, como se recomienda en estos casos , pero dadas sus reacciones anteriores, no estaba dispuesto a recibir más "gestos amables" de su parte. Lo que ocurrió luego me dejo una sensación de profunda tristeza, se aferro a mí con fuerza, era doloroso verlo en aquel estado.
- Sacame de aquí, por favor sacame de aquí- murmuraba una y otra vez, su voz sonaba quebrada y distante - solo ayudame a salir de aquí.
Yo seguía sosteniendolo entre mis brazos, murmurandole palabras de consuelo, hasta que poco a poco se fue serenando, su respiración seguía siendo agitada pero lo peor de la crisis ya había pasado. Cuando fue consciente de que estaba abrazado a mi, me soltó rápidamente, sus pálidas mejillas se tiñeron de un leve rubor.
- Pocas personas saben de esto, usted...
- Me ofende... los médicos hacemos un juramento: "Todo lo que viere u oyere en el ejercicio de la profesión y en el comercio de la vida común y que no deba divulgarse, lo conservaré como secreto". El juramento de Hipocrates, ¿recuerda?. ¿Ahora me dejará llamar a Clarise?... ¿y traerle la silla de ruedas?
Por unos instantes, solo por unos instantes me pareció verlo sonreír. Pero pronto apago el gesto y de nuevo tenía los labios apretados.
- Sí, llamela. Lo de la silla... lo de la silla, ¡esta bien!
Mientras lo ayudabamos entre un enfermero y yo a sentarse, involuntariamente busqué sus ojos. Estos tenían el color de la plata bruñida. El me miraba también, dejo que el enfermero lo llevará hasta la puerta, pero cuando había avanzado un poco, dijo en voz alta.
- Gracias... Douglas.
Me quede unos instantes en el pasillo mirando como se alejaba junto con la buena Clarise y sentí que todo el cansancio del día se esfumaba... si pudiera derretir aquel tempano de hielo, lograr su amistad, lograr que volviera a confiar en alguien. Llamarse amigo de un hombre como Greene era todo un reto. Y yo no iba a dejar de intentarlo.

29 octubre, 2008

Los renglones torcidos (Algo sobre Greene)

Luego de conocer a aquel enigmático hombre no deje de acosar con preguntas a la pobre Sra. Taylor, hasta que no tuvo más salida que rendirse a mi curiosidad.
- Mi querida amiga, tiene que tomar en cuenta que él tiene alguna ventaja, usted ya le ha contado algo sobre mí y yo no sé nada sobre su persona.
- ¿Quieres que te sea sincera?
- Por supuesto.
- De seguro ya olvido todo lo que le dije de ti en el mismo instante en que termine de hablar. Es que Franz es así, no tiene mayor interés en nadie, lo único que parece importarle es su trabajo.
- ¿Su trabajo?, y qué es lo que hace ahora, pues si no me equivoco usted dijo que era un ex-policía.
- Sí, ahora hace unas investigaciones no sé de qué se tratan ni para quién las hace. En ese sentido no suelta prenda, es hombre muy reservado. Puedes imaginarte que ni a mí que soy algo así como su madre me cuenta nada.
- ¿Y del resto?
- ¿A qué te refieres?
- Pues... a lo que menciono usted, eso de que tenía razones para ser tan descortés.
De pronto un gesto de alarma se dibujo en el apacible rostro de mi amiga; parecía como quien se detiene al ver que ha avanzado más de lo que debía y ahora se encontraba en un terreno difícil. Cerró los ojos con fuerza y su mano apretó la mía.
- No me preguntes más, no soy quién para hablar sobre sus asuntos, date por satisfecho con lo que te he contado.
Soltó mi mano y me dio a entender que la conversación había terminado, al menos en lo referente a Greene.
Ya podrán imaginarse la sensación que aquello me dejó. ¿Qué era eso tan terrible que le había ocurrido que ni siquiera debía mencionarse?
Seguí tanteando el terreno, dónde más podía buscar. No fue difícil dar con la Delegación a la que había pertenecido. Nunca antes me imagine hallarme en un lugar así, y me alegraba que fuera por mi propia voluntad. Era una oficina de amplias ventanas cubiertas por persianas, a un lado y otro del ancho corredor se alineaban muchos escritorios, detrás de ellos trabajaban un número igual de policías, la mayoría de ellos uniformados. Todo era un continuo alboroto allí, gente que entraba y salía, hombres esposados estrechamente vigilados por algún guardia, quejas y amenazas. De pronto me dí cuenta de lo absurdo de mis investigaciones, qué les iba a decir, cómo explicaría las razones de mis preguntas. Me quede unos instantes cavilando, y ya había decidido marcharme del lugar cuando sentí una mano posarse en uno de mis hombros, me volví sobresaltado.
- Buenos días, ¿quiere hacer alguna denuncia?
- No, yo... yo estoy tratando de ubicar al teniente Greene.
El policía me miró extrañado, el corazón se me detuvo cuando le vi dirigirse a una oficina y salir de ella a un hombre que por su comportamiento y su mirada autoritaria supuse que era el oficial en jefe de la Delegación.
- ¿Es Ud. quién pregunta por el teniente Greene?
- Bueno, yo sí... es que soy un conocido suyo y estoy tratando de ubicarlo.
- ¿Desde cuándo conoce a Greene?
- Desde... desde hace un tiempo.
- Miente Ud. señor... y perdone que sea tan directo.
- Soy el Dr. Anthony Douglas, trabajo en el Hospital San Marcos y conocí al teniente en casa de la Sra. Clarise Taylor.
Al escuchar el nombre de la mujer, sus gestos se suavizaron y un asomo de sonrisa se dibujo en sus labios. Puso su gruesa mano sobre mi espalda y practicamente me empujo hasta su oficina.
- Es difícil decir ciertas cosas sin ser ofensivo, pero déjeme decirle algo, aquí y en cualquier Delegación el nombre de Greene es muy respetado, y aunque ya no forme parte del cuerpo, no nos agrada que nadie hurgue en su vida. No dudo que lo haya visto alguna vez donde la Sra. Taylor, es el único lugar que visita, pero que le conozca, eso es demasiada audacia.
Le mire los galones en las hombreras para nombrarle correctamente y no seguir embrollando todo más de lo que ya estaba.
- Disculpe capitán, era simple curiosidad, no pretendo molestar a Greene ni a nadie.
- Hace casi tres años que salió de aquí por su propia voluntad, con todos los honores que se merece un hombre como él.
- Nuevamente le pido disculpas.
- Deje a ese hombre en paz, no olvide mi consejo doctor...
- Douglas
- Sí, doctor Douglas.
Salí de allí con más dudas que con las que había entrado. Greene era una leyenda, un héroe.
Todo aquel misterio que envolvía a este personaje me fascinaba, y las advertencias del capitán no hicieron sino acrecentar mi curiosidad.
Vino a mí una idea temeraria, si sus amigos se negaban a hablar, entonces debía recurrir a sus enemigos.
Porque, no son acaso los que de alguna forma se sienten molestos, celosos o relegados, los que están más dispuestos a hablar. Sí, era a ellos a quien debí recurrir desde el principio. Pero dónde hallarlos.
Quién diría que la suerte empezaría por primera vez a jugar de mi lado. Me subí al auto y anduve unas cuadras, aquel era un barrio anodino y silencioso, las casas eran todas iguales en forma y color, parecía que la imaginación brillaba con su ausencia en aquel vecindario. De pronto tuve que frenar en seco, un tipo se había plantado frente a mí. Mil cosas pasaron por mi mente. ¿Querría robarme el auto, que le diera algo de dinero, porque tenía un aspecto lamentable, o quizá asesinarme? Se acercó a la ventanilla y toco con viveza el vidrio, con un gesto me instaba a que lo bajara.
- No tenga miedo señor, no tenga miedo, no pienso hacerle daño.
Quise arrancar el auto pero me era imposible sin llevarme por delante al pobre hombre, y aquello era doblemente imposible para mí, como ser humano y como médico. Así que abrí un pequeño resquicio de la ventanilla.
- Es sobre Greene señor, he oído que está averiguando sobre él.
Basto ese nombre para despertar todos mis sentidos, abrí sin pensar toda la ventanilla, una cabeza mugrienta y una sonrisa de dientes amarillos se asomo por ella.
- ¿Qué sabes sobre ese hombre?
- Ohhhh, muchas cosas, muchas, pero tengo hambre y frío. Me vendría bien algo de comer y un buen trago para calentarme. Algún dinerillo me haría recordar mucho mejor todavía.
Me baje del auto y anduve con el tipo hasta un pequeño restaurante, el dueño quizo echarlo, pero cuando le dije que venía conmigo, hizo una mueca de desagrado pero lo dejo entrar.
- Por favor, sirvale lo que pida. Y traiga una botella de wisky.
El hombre comió como para una centuria, después se recosto sobre la silla y entrecerró sus ojillos venenosos.
- ¿Cómo supiste que estaba buscando a Grenee?
- Mmmm, tengo oidos muy finos y la Delegación está muy cerca, usted sabe, se escucha unas palabras por aquí, otras por allá. Me entero de muchas cosas, no sabe cómo me sirve eso.
Y de nuevo apareció esa sonrisa amarillenta y odiosa en sus labios. Aquel hombre me era repulsivo en más de un sentido. No había que ser muy brillante para darse cuenta que vendía información, tal como lo estaba haciendo conmigo.
- Habla ahora, ya ves que cumplo con mi palabra, después que me cuentes lo que sabes tendrás el dinero.
- Si, si, ahora ya tengo la lengua más floja. Bueno, ese desgraciado de Greene metió a la cárcel a mucha gente, dicen que "limpio el vecindario", entre ellos a mi padre y a mi hermano. Los acusaron de ser proveedores de cocaína, pero nunca les encontraron nada encima, todo fue una sucia mentira de ese policía.
- Claro, tu familia debe ser todo un ejemplo de virtudes.
- Mire, no se meta con mi familia o no se entera de nada, ¿entendido?
De allí en adelante me mordería la lengua, dijera lo que dijera, había encontrado a mi "informante", y no iba a dejarle ir tan fácilmente.
- Greene llegó aquí hace unos años, era el policía más joven de la Delegación. Dicen que era muy brillante así que ascendió rápidamente. Desde que puso sus sucias narices aquí, no pararon los arrestos. Poco a poco vi a mis amigos caer en sus redes, siempre tenía a mano una de sus tretas para atraparlos. Llegó un momento en que su solo nombre era motivo de alarma, si sabíamos que Greene estaba tras los pasos de alguien era casi seguro que no tardaría en atraparlo.
De pronto sonrió con crueldad y los ojos le centellaron, se meció en la silla, y volvió a llenarse por enésima vez el vaso. Se paso las manos por el grasiento pantalón y le escuche emitir una especie de risita apagada.
- Todo le salía bien al maldito Greene, hasta que... durante una de las redadas que hacía por el barrio... ¡jajajaja!
- ¿Qué sucedió?
No sé por que razón tenía deseos de agarrar a puñetazos a aquel sujeto, su ojos maliciosos, su sonrisa torva, todo ese entusiasmo vengativo con el que me narraba lo sucedido me revolvian el estomago.
- Pues... su compañero, su mejor "amigo" lo vendió, lo dejo solo con sus enemigos. Ohhh, la trampa fue muy bien hecha, Greene confiaba en él... pobre imbecil, no sabía que su gran amigo trabajaba para nosotros. Lo que le paso después no lo sé, pero no debe haber sido nada bueno, no, nada bueno...¡jajajaja!
- Deja de reirte maldita sea.
- Bien, ya le conté lo que sabía, venga ese dinero.
Le arroje con desprecio unos billetes y me aleje con el corazón oprimido, cuanto entendía ahora la forma de ser de Greene. Una traición, y viniendo de alguien a quien seguro apreciaba. En aquellos momentos me arrepentí de haber hurgado en el pasado del ex-teniente, su historia era dolorosa, no quería imaginar qué habían hecho con él aquellos mafiosos. Por eso la Sra. Taylor había callado, y con razón, esa no era una historia como para mezclarse en ninguna conversación.
Regrese al hospital agotado, con un sabor amargo en la boca.
Todos tenemos un lado oscuro, primitivo, salvaje; pero este queda dominado por la razón, quizá por eso que llamamos "consciencia", de no ser por estos frenos seríamos unos seres bestiales, destrozándonos unos a otros. Sin embargo, hay para quienes estos límites no existen, el bien y el mal son cosas irrelevantes, es más, carecen de significado. No sienten arrepentimiento alguno por sus actos. Pueden cometer los crímenes más crueles, las acciones más perversas y luego salir a las calles a pasear o sentarse a comer como el más ejemplar de los ciudadanos.
El resto del día transcurrió triste y tedioso, no veía las horas de terminar mi turno y marcharme. Mis pacientes notaban mi cambió, habitualmente me interesaba en sus asuntos y los hacía sentirse más cómodos. Pero ahora apenas si les hablaba para lo estrictamente necesario.
Apenas llegue a casa me puse ropa cómoda y me arroje sobre la cama, de seguro aquella noche no iba a poder conciliar el sueño. Estaba hojeando una revista médica cuando unos golpes recios en la puerta me hicieron estremecer. ¿Quién podría venir a buscarme?, ¿acaso aquel horrible hombre me había seguido hasta mi casa?. Me acerque a ver por la mirilla, cuál no sería mi sorpresa al ver al mismísimo Greene parado tras ella.
- Teniente Greene, que...
No alcance a terminar la frase, solo sentí un puñetazo estrellarse contra mi boca, y luego el sabor de la sangre.
- Quién quiera que sea usted, no se meta en mi vida ¿le queda claro?
- Pero... pero, ¿acaso no me recuerda?, soy Douglas, la Sra. Taylor nos presento hace dos días.
De nuevo aquel nombre volvía a surtir efecto. Greene se quedo un rato pensativo, se puso un cigarrillo en la boca, lo encendió y se me quedo mirando fijamente.
- Me parece recordarlo, pero en todo caso la advertencia es la misma.

25 octubre, 2008

Lo renglones torcidos

Hace más de diez años que conocí a Franz Greene, nada podía augurar todo lo que iba a vivir al lado de aquel hombre. Aún hoy cuando escribo estas lineas su influencia está presente. Nuestro extraño vínculo para el que no puedo encontrar una definición adecuada; es algo que va más allá de una simple relación de amistad y sin embargo tampoco pasamos esa línea, esa delgada línea que nos separa, que nos detiene de liberar otros deseos que estoy seguro siempre hemos querido dejar en libertad. Nuestra amistad llegó a ser tan profunda que podía entender sus gestos, adivinaba las tormentas en sus ojos antes que estas estallaran; así es Greene, genial y atormentado, justo e impredecible.

Aún ahora nos buscamos, de tarde en tarde nos reunimos para recordar días pasados y al terminar nuestras bebidas nos cuesta separarnos, nuestra relación es como una adicción; a menudo destructiva pero necesaria. Sus ojos en los míos, su cuerpo separado pero ardiendo como el mío, su mano buscando el roce con la mía, y siempre deteniéndonos en el umbral. Es su miedo y el mío, sus prejuicios y los míos, su angustia y la mía. A quién tenemos que rendir cuenta de nuestros actos, quién nos acecha para juzgarnos, qué fantasma vaga por la habitación para congelar nuestras ansias. ¡Nadie nos tortura, sino nosotros mismos!
Cada noche es igual, nos despedimos y el corazón nos late desbocado, me quedo recargado contra la puerta adivinando que él también está recostado del lado contrario. Pero Greene sabe como yo que sí damos ese paso ya nada podrá detenernos... quizá mañana, quizá mañana olvidemos todo y al fin pueda hundirme en la profundidad de sus ojos de acero.

Pero antes debo decir cómo conocí a Greene, fue en una reunión en casa de la Sra. Taylor, viuda de un oficial de la policía. Aquella era una mujer de temple, había perdido a su esposo en los primeros años de su matrimonio y sin embargo había sacado a dos hijos adelante, siempre admire su entusiasmo y su coraje. Para mí, joven médico, era una satisfacción frecuentar su casa. No soy hombre demasiado sociable, siempre he preferido la tranquila soledad en la que me refugiaba después del trabajo a las continuas reuniones que tanto parecían agradar a mis compañeros. El aire dentro de la habitación estaba enrarecido, y empezaba a sentirme sofocado, busque apartarme del runruneo de las conversaciones, mis pasos me guiaron hasta el patio trasero. No había andado unos metros cuando tuve que detenerme sobresaltado, una figura se recortaba a la luz de la luna, una lucelilla y unas volutas azuladas me me dieron a entender que probablemente se había alejado para fumar tranquilamente. Al momento el hombre se levantó y camino hacía la puerta, yo me adelante con la mano extendida para presentarle mis saludos, pero paso por mi lado como si fuera invisible. La Sra. Taylor había sido testigo de todo y se acerco a mí un poco avergonzada.
- Por favor, Anthony no vayas a enojarte, Franz es un hombre algo extraño, pero es buena persona.
- Un maleducado es lo que es.
- Tiene sus razones para ser como es, no lo juzgues con ligereza. No es muy gentil, al menos desde...
- ¿Desde qué Sra. Taylor?
- Olvidalo hijo, olvidalo. ¿Quieres que te lo presente?
- No, gracias. ¿Para qué quiero yo la amistad de un hombre así?
La mujer sonrió y luego de observarme un rato se alejo a seguir atendiendo a sus invitados. Pero pese a mi negativa a ser presentado a aquel hombre, las medias palabras de la viuda me dejaron intrigado, qué podía haberle ocurrido para volverse tan irascible. Lo observaba desde mi asiento, estaba de pie, en el rincón más alejado de la habitación bebiendo a pequeños sorbos su trago, parecía distraído, ausente. No tendría más años que yo, alto y bien formado, su cabello era de un rubio muy oscuro; su rostro agraciado, de nariz finamente delineada, labios delgados y ojos muy claros, de un color indefinible, al menos así me lo parecieron en esos momentos. De pronto su mirada se volvió hacía donde yo estaba, el escrutinio al que le estaba sometiendo no había pasado inadvertido, avanzó hacía mí, y yo eche hacía atrás involuntariamente, pensé que me iba a dar un golpe. Como presintiendo la escena la Sra. Taylor le corto el paso, lo tomo suavemente del brazo y lo puso frente a mí.
- Anthony, este es el teniente... quiero decir ex-teniente de la policía Franz Greene.
- Franz, el es un amigo muy querido de quien ya te había hablado, ¿recuerdas?, el Dr. Anthony Douglas.
¿De quien ya te había hablado?, qué tenía que contarle sobre mi a aquel tipo tan desagradable. Apenas si hizo un gesto de asentimiento a modo de saludo y después giro sobre sus talones, cogió su abrigo se despidió cálidamente de la anfitriona y se marcho. Que extraño me pareció aquel contraste en sus actitudes; la frialdad, casi la descortesía mostrada hacia mí con aquella calidez hacía nuestra común amiga.

Fue así como conocí a Greene. Dicen que "Dios escribe derecho sobre reglones torcidos", nunca como en aquellos días entendí la verdad de aquella frase.

22 octubre, 2008

Para mi tristeza Violeta azul


"Violeta, no cierres la carpa hoy,
mira que afuera aún brilla un trocito de sol.
Violeta, bordame unos sueños,
bordame tus calles, tus amigos.
Pintame el dolor de los campesinos.
Cantame quedito, quedito tus penas,
que brote de tus manos hermosas
un cántaro de arcilla
para guardar mis tristezas.

Violeta, no cierres la carpa hoy...
no llores por los malos amores,
arriba aún brilla el sol"

La genial Violeta Parra; poetisa compositora, pintora, cantante, nace en San Carlos, Chile, un 4 de octubre de 1917. Rodeada de muchos hermanos, siempre viendo a su madre afanándose en la máquina de coser para colaborar con la manutención del humilde hogar, al quedarse su padre sin trabajo el afán de Clarisa se haría mayor, lavando, vendiendo. Ella y sus hermanos pronto mostraron su inclinación a la música, Violeta aprendió a tocar guitarra a los 9 años y a componer a los doce. Pero aquello que al principio era una diversión para los pequeños Parra habría de convertirse en una forma de ganarse la vida al enfermar su padre. A la muerte de este, Violeta viaja a Santiago para retomar sus estudios gracias a la ayuda de Nicanor, uno de sus hermanos, pero los abandona porque allí nadie se interesaba por la música.
Así empezaría la vida andariega de Violeta, llevando el canto de su tierra a todos lados, se casa en 1938 con Luis Cereda y tiene dos hijos Ángel e Isabel, que llevarían como su madre la música en las venas. El matrimonio dura diez años, y es que Violeta era como un pajarillo, imposible de enjaular sin matarlo.
En 1954 gana un premio que le permite hacer una gira por la ex Unión Soviética y parte de Europa; pero es en París donde crea con más fuerza, antes nadie había llevado el folclore chileno tan lejos y con tanto éxito.
Pero su actividad artística no se restringía solo a la composición, también era ceramista, hacía trabajos en arpillería y pintaba al oleó llegando a ser la primera expositora latinoaméricana en el museo del Louvre.
Hasta que llegó a su vida Gilbert Favre, musicólogo y antropólogo suizo que se convertiría en el gran amor de Violeta, para él son sus más apasionadas canciones; pero jamás olvido a su gente y compondría hermosas canciones donde se reflejaba la pobreza, la injusticia y los abusos contra los más humildes.
Favre se marchó a Bolivia y contrajo matrimonio allá, con él se fueron todas las ilusiones de Violeta, esto aunado a un intento fallido de montar una carpa que sirviera como una especie de museo popular, intento que no obtuvo por parte de la gente la respuesta deseada, desencadenó lo que sería su amargo final, el 5 de febrero de 1967, Violeta se suicida en la misma carpa de La reina que había montado.

Fuente: Wikipedia

Yo conocí a Violeta Parra a través de maravillosa voz de Mercedes Sosa, quién no ha escuchado "Gracias a la vida" y "Volver a los diecisiete", quizá las más populares de sus canciones. Pero la tristeza que emana "Corazón maldito" y la entusiasta humanidad de "Me gustan los estudiantes" son quizá una pequeña muestra de el inmenso legado musical y artístico de Violeta.

Corazón Maldito

Corazón, contesta,
por qué palpitas, sí,
por qué palpitas,
como una campana
que se encabrita, sí,
que se encabrita.
Por qué palpitas.

No ves que la noche
La paso en vela, sí,
la paso en vela,
como en mar violento
la carabela, sí,
la carabela.
Tú me desvelas.

Cuál es mi pecado
pa maltratarme, sí,
pa maltratarme,
como el prisionero
por los gendarmes,sí,
por los gendarmes.
Quieres matarme.

Pero a ti te ocultan
duras paredes, sí,
duras paredes
y mi sangre oprimes
entre tus redes, sí,
entre tus redes.
Por qué no cedes.

Corazón maldito
sin miramiento, sí,
sin miramiento,
ciego, sordo y mudo
de nacimiento, sí,
de nacimiento.
Me das tormento.


Me gustan los estudiantes

Que vivan los estudiantes,
jardín de las alegrías
Son aves que no se asustan
de animal ni policía,
y no le asustan las balas
ni el ladrar de la jauría.
Caramba y zamba la cosa,
¡que viva la astronomía!

Que vivan los estudiantes
que rugen como los vientos
cuando les meten al oído
sotanas o regimientos.
Pajarillos libertarios,
igual que los elementos.
Caramba y zamba la cosa
¡vivan los experimentos!

Me gustan los estudiantes
porque son la levadura
del pan que saldrá del horno
con toda su sabrosura,
para la boca del pobre
que come con amargura.
Caramba y zamba la cosa
¡viva la literatura!

Me gustan los estudiantes
porque levantan el pecho
cuando le dicen harina
sabiéndose que es afrecho,
y no hacen el sordomudo
cuando se presenta el hecho.
Caramba y zamba la cosa
¡el código del derecho!

Me gustan los estudiantes
que marchan sobre la ruina.
Con las banderas en alto
va toda la estudiantina:
son químicos y doctores,
cirujanos y dentistas.
Caramba y zamba la cosa
¡vivan los especialistas!

Me gustan los estudiantes
que van al laboratorio,
descubren lo que se esconde
adentro del confesorio.
Ya tienen un gran carrito
que llegó hasta el Purgatorio
Caramba y zamba la cosa
¡los libros explicatorios!

Me gustan los estudiantes
que con muy clara elocuencia
a la bolsa negra sacra
le bajó las indulgencias.
Porque, ¿hasta cuándo nos dura
señores, la penitencia?
Caramba y zamba la cosa
¡Qué viva toda la ciencia!
Este enlace les dará acceso a todas las canciones escritas por Violeta, no dejen de vistarlo: http://www.cancioneros.com/aa.php?NM=232

13 octubre, 2008

María se bebe la calles

Dedicada a cualquier María, en cualquier parte del mundo.

Cómo superar algunas cosas, cómo superar el dolor y la tristeza, esa que deja huellas en la piel y en el alma.

María, tuvo una madre que era el ejemplo de cualquier buena madre; el hogar brillando, siempre pulidos los suelos, las ventanas relucientes adornadas con cortinillas de encaje guardando el amor. Ana era la cocinera de las mejores tortas, y había que ver los rostros de María y sus hermanos para disputarse los restos de crema.Y siempre los blancos mandiles para la escuela, los cuadernos revisados. La camisa planchada para Antonio, la raya del pantalón perfecta, el portafolio a la mano. Y es que Antonio era su hombre, su vida, la sangre de su venas. Hasta que una tarde Antonio no volvió más, dicen que se largó con una rubia de dudosa reputación. Y Ana se quedo con los ojos ausentes, ya no hubo pasteles ni paseos por el parque, ni sonrisas. Ana seguía siendolo en cuerpo, pero su espíritu huyo tras su amado y los pequeños crecieron ansiando las caricias de una madre que ya había olvidado cómo entregar amor. A menudo se tumbaba en su amplio sillón en el salón oyendo sus tangos, soñando con días mejores, y entonces una sonrisa asomaba a sus labios. Un día soleado creyó tener alas y se lanzó por una ventana en busca de su amor
Antonio jamás volvió y con él arrastro el dolor de su madre y el odio de unos hijos olvidados que jamás entendieron el por qué de su partida.

María crecía, crecía como las flores; y soñaba con el primer beso que le daría su amado, y se estremecía al pensar en las primeras caricias. Ella pensaba que era la princesa de cabellos de oro y labios de fresa.
A quién contar sus cuitas de amor, sus primeras escapadas, su primer contacto con otros labios, las primeras promesas de amor; y un día sin apenas darse cuenta había perdido en un pliegue de la noche su inocencia. Y al amanecer el viento le decía que algo había cambiado en su cuerpo, ayer se durmió liviana, liviana como una plumita en el aire y hoy amanecía con una pesadez extraña. Buscó a su amado extendiendo su bracito de marfil, no había nada, ni siquiera la tibieza de un espacio recién abandonado.
Recogió su roja candidez del suelo, cubrió su desnudez y apenas empezó a darse cuenta de las paredes que la rodeaban, algo desconchadas por algunos sitios. Eran apenas cuatro habitaciones; una cocina pequeña, con algunos cacharros colgados de la pared, la cocina con sus hornillas cociendo los días; el baño desaseado, con algunas fotos de mujeres recortadas de revistas ajadas; la habitación en la que había despertado, con un tocador viejo y un gran espejo donde se reflejaba su figura esbelta, las ventanas eran altas y pequeñas, ya no podría mirar el sol y las estrellas y la luna como antes. Al final un patio terroso, con una lavandería, con algunos trapos colgados sacudidos por el aire.
María se preguntaba cómo llego allí, solo recordaba unos besos, mucha bebida en sus labios, y la sangre que ardía en sus venas y las ganas de perderse en sus fuertes brazos y quedarse pegada a sus labios que solo sabían a miel y cosas prohibidas. Por qué nadie le contó de todo aquello, de cómo el alma se va en un gemido, y las piernas se enlazan a un torso sudoroso, ansiando fundirse más a ese cuerpo que le roba la vida.
María pronto comprendió que aquel sería su mundo, la ternura se fue diluyendo junto con la sangre en el lavabo. Los pasos antes amados, ahora le aterraban, sabía que cualquier motivo sería bueno para abofetearla, o golpearla hasta dejarla tirada en el suelo sin apenas poder moverse. No le alegro el día que supo que el vientre estaba habitado por una vida que no debía venir, no en medio de ese dolor.
María recordaba la primera vez, que le juró que fue sin querer. Y ya eran tantas las veces. Tantos, los sueños que se le iban rompiendo golpe a golpe, abrazada al niño que nació prisionero del miedo.
Y la princesa de cabellos dorados, se sienta frente al espejo, y limpia su llanto, un poco de color para borrar los golpes y con el carmín en los labios, se le va la vida. Y esperando aquel beso, como la primera vez, se hace vieja ante el espejo.
Y es por las vecinas que oculta sus heridas y ahoga sus gritos, sus lágrimas, le teme a los golpes que pueden venir detrás de cualquier mirada o palabra. Y calla, encerrada entre cuatro paredes que le absorven la vida.
María, todo le perdona, los gritos, los golpes, las palabras que hieren más que las bofetadas. No sabe decir que no, él es su amo y señor, ella siempre le perdona a sus pies sobre la lona. Y él la toma cuando quiere, y ella solo mira al techo mientras arremete sus entrañas, dónde quedo la dulzura, dónde las palabras tiernas... qué viento aciago se llevo aquello que ella siempre pensaba: "Que el amor es un mandamiento de dos"
Su patria es su casa, su mundo la cocina y el mundo se le viene encima, que hastió cocer el guisado del mediodía, de fregar los platos, de fregar las ropas manchadas de otros amores. Que cansada de no alcanzar a ver el sol entre esas altas ventanas, cuya luz apenas veía como un abanico dorado o plateado sobre el viejo sillón; esa era la hora feliz de la princesa. Y olvidaba que se iba apagando como una vela en un rincón sin que nadie se diera cuenta. Podía amanecer muerta mañana y el mundo no se daría cuenta, nada cambiaría, nada se movería.
Un día María hizo un hatillo de sus pocas pertenencias, dejo abandonado su corazón en el sucio colchón y tomó a su pequeño, rubio como el sol.
María se fue una mañana,
María sin decir nada, sin mirar atrás, sin lágrimas, con una sonrisa olvidada tiñendo sus labios de fresa.
María ya no tiene miedo. María empieza de nuevo.
Y él quizá gritando: María yo te necesito, pero ella ya no tiene color en la sangre, la princesa de los cabellos de oro estaba ya lejos para oír sus ruegos.
María se bebe las calles,
María escapó de sus gritos.
María ya no tiene miedo.
María empieza de nuevo.



Maria se bebe las calles: Pasión Vega

11 octubre, 2008

Hechizos de hada


Gracias a mis dos queridos amigos que han querido invitarme a este juego.
Allí van mis seis cosas que me gustan hacer.

1. Oír mi música favorita una y otra vez.
2. Empezar la lectura de un libro (que ultimamente nunca termino).
3. Ver si alguien ha pasado por casa. Y pasar por algunas.
4. Ver mi Dr. House (aunque el capítulo lo haya visto unas cinco veces)
5. Al dormir sentir el calorcito de mis gatos (no de los siete xxD, solo de Oliverio y Toby).
6. Que de pronto tus ojos se queden por unos segundos enredados en los de un desconocido, sin saber por qué.

Aquí están los enlaces de las personas que me invitaron:


Y ahora la posta va para:
1.Dalia
2.Marga
3.Candela
4.Celia
5.Pe-jota
6.Pon

07 octubre, 2008

Penelopé

Para mi querido amigo José a quien nunca he olvidado.

Su padre escribía las noticias, que no eran muchas ni variadas, en un periódico de pueblo, nada interesante, nada que se saliera de la rutina; su madre solía levantarse al alba para limpiar su pequeño trecho de vereda, preparar el desayuno y alistar a Penelopé para la escuela. Recordaba que su madre no hablaba mucho, solo lo necesario para cada ocasión.
Si había que ir a la reunión de uno de los vecinos siempre era la primera en ofrecer su ayuda, ya sea echando mano con las viandas o arreglando la casa; si alguien del barrio enfermaba, todos sabían que Elena estaría allí, con su pequeño botiquín, lista para aliviar los pequeños males. No era extraño que para los males del alma también acudiera a aliviarlos; en sus labios siempre había una palabra dulce, un consejo para reconfortar, una caricia para calentar los corazones fríos. Y a pesar de todo ello, siempre eran largos sus silencios, como si su vida solo fuera para los demás y la suya se le hubiera extraviado en algún recodo del tiempo. Caminaba silenciosa por la casa, siempre atareada, siempre con una labor en las manos, siempre fregando los trastos o el piso; Penelopé no recordaba haber tenido una conversación larga con su madre, siempre parecía inmersa en su mundo, un universo al que nadie tenía acceso, ni siquiera ella.
No era feliz, a pesar de sus pocos años Penelopé lo intuía, podía pasarse las tardes agitada yendo a mil lados, recorriendo las veredas polvorientas con sus zapatitos menudos; pero era como una forma de escapar de una vida que nunca quiso. Cuando estaba en casa parecía afixiarse, entonces abría las ventanas enormes de su habitación que daban al parque del pueblo y se quedaba mirando las estrellas, la luna, los sauces, o simplemente sintiendo el viento en su rostro que el tiempo no había querido estropear.
Entonces Penelopé se preguntaba qué recordaba su madre y cuando los años la fueran haciendo mujer, se fue convenciendo que su madre jamás amo a su padre y que cuando se quedaba apoyada en el recodo del ventanal añoraba algún amor perdido; pero nunca le hablo de nada, se llevo a la tumba su secreto.
En cambio su padre era un hombre enérgico, siempre pensando que el lugar de la mujer era su hogar. Nunca estuvo de acuerdo con lo que Elena hacía, siempre le pareció una pérdida de tiempo estar ayudando a tanto menesteroso que al final ni siquiera recordaba el bien hecho.
A menudo sorprendía a su padre observando a su madre, era una mirada dulce, tierna, pero también triste. Era como si supiera que existía un recuerdo que siempre dormiría entre ellos; el recuerdo de aquel hombre que Elena jamás olvido. Se casó con él porque estaba cansada de las recriminaciones de su padre, estaba cansada de oírle decir que Joaquín era el mejor partido y que si se tardaba mucho en decidirse se quedaría a "vestir santos". Y que importaba si así fuera, acaso no era eso mejor que casarse sin amor... pero al final Elena acabó cediendo y una mañana de noviembre, un día gris como su corazón termino casándose con el apuesto Joaquín. El día de la boda, solo ella sabía que tras su sonrisa se ocultaba el dolor más profundo, el deseo de morir. Morir por un amor que hizo de sus ilusiones trizas, que acabo con sus esperanzas de niña ingenua y le dejo un beso en los labios, una caricia en los cabellos y un hijo en el vientre.
Penelopé comprendía que para su padre, no debía ser fácil criar al hijo de otro; mirando como con el transcurso de los años se iba pareciendo más a su rival. La bella niña tenía los cabellos negros como la noche, y los ojos muy claros, tan verdes como las hojas de los árboles en una mañana de primavera.
Pocas veces había escuchado reír a su padre, casi siempre metido en su trabajo ideando las palabras que dejarán contentos a sus jefes, cosa que casi siempre lograba, y es que en el fondo su padre era una especie de poeta frustado. Penelopé sabía que la amaba, solía hablarle de sus viajes de joven, de sus aventuras cuando sirvió en un barco mercante, pero a pesar de las muchas anécdotas, que hacían a Penelopé retorcerse de la risa, él apena si esbozaba una sonrisa. A veces cruzaba por sus ojos como una nube, una tristeza indescriptible y entonces callaba, así, de repente. Entonces la niña sabía que era el momento de dejarlo en paz, en paz con sus silencios.
Penelopé creció en aquel ambiente entre el silencio y la tristeza. Soñadora por los poemas y las historias que su padre le contaba, generosa y gentil como su madre. Pobre pequeña "su padre era triste y su madre era callada y la alegría nadie se la supo enseñar" .
Cuando la buena Elena dejo este mundo fue un entierro de aquellos de los que se habla por mucho tiempo, todo el pueblo asistió, todos lloraron la muerte de aquella mujer que en tantas ocasiones había sido el consuelo y la mano bondadosa que lleno no solo las mesas vacías sino los corazones sin esperanzas. Su padre no lloraba, encabezaba el cortejo en silencio, los labios apretados, el paso firme; solo cuando todo hubo terminado, en la soledad de su habitación Penelopé lo escuchó sollozar, como si la vida se le fuera en cada lágrima. Atisbo por la abertura de la puerta, su padre apretaba contra su pecho un delantal ajado de Elena, abatido sobre el piso, como si el dolor fuera tan grande que lo le permitiera moverse, Penelopé quizó acercarse, pero su padre levantó su rostro arrasado en lágrimas y con un gesto de la cabeza le dijo que no. Y Penelopé vivió su dolor a solas, y aquello la marcó para siempre, hubiera ansiado el abrazo de su padre, refugiarse en sus brazos cálidos, unir sus lágrimas a las suyas, pero él le había negado aquel consuelo.
No fueron muchos los meses que Joaquín sobrevivió a su esposa, se fue apagando poco a poco, asomado a la ventana como tiempo atrás lo hiciera Elena. Y allí se quedaba olvidándose de dormir, de comer, tal parecía que solo se alimentaba de los recuerdos, y siempre apretando en su mano el delantal. Un día Penelopé lo encontró muerto sobre la cornisa de la ventana con una mano levantada, como si hubiera querido en sus últimos momentos alcanzar algo. Pero su rostro no mostraba agonía alguna, solo una sonrisa apacible se dibujaba en sus labios.
Cómo gira la rueda del destino inexorable, cómo todo puede cambiar sin apenas darnos cuenta. Penelopé ahora estaba sola. Había conseguido un puesto en el diario en el que trabajaba su padre, pronto se destaco por sus artículos sociales y de vez en vez por sus dulces poemas, en los que liberaba su alma de mujer. Su vida hubiera podido transcurrir tranquila, como una eterna primavera, sin fríos y angustiosos inviernos; sin agobiantes veranos, pero la rueda del destino de nuevo giraba hacía ella sin que nada pudiera detenerla.
Los domingos eran una fiesta, el tren llegaba cargado de pasajeros extranjeros que venían a conocer el pintoresco pueblo. Penelopé siempre se sentaba en su banco en el andén, con su mejor vestido y sus zapatos de tacón. Cuando corrían los calurosos días de verano meneaba su abanico, regalo de su madre; lo hacía con una gracia, que no pocos se quedaba extasiados a contemplar a la bella muchacha de ojos de hierba.
Y un día apareció el caminante que cambiaría sus años. Charles, venía de Inglaterra, estaba de vacaciones de sus estudios universitarios, había querido viajar solo, sus compañeros habían preferido las ciudades más turísticas, pero él no, amaba los pueblos pequeños llenos de historias, donde cualquier tarde se podía sentar en una banca del parque a escuchar a una anciana narrar los avatares del lugar, de los vecinos que eran la comidilla de todos o de la fiesta que se iba a celebrar una de esas tardes. En cierta forma le gustaba viajar solo, con una pequeña mochila, le gustaba viajar ligero. Siempre pensaba que cuando se recibiera de médico, viajaría por los pueblos más remotos, dónde nadie quisiera ir, donde la miseria y el dolor fuera la historia de cada día, por eso no quería echar raíces, no quería atarse a nadie. Ser parte de alguien es perder parte de uno mismo.
Pero Charles no contaba con la la belleza que atrapó sus ojos una tarde de primavera, una tarde en que el aroma del azahar perfumaba el viento. Sus ojos se cruzarón; los de ella teñidos de verde, los de él bañados de mar. Y el reloj se paro en ese instante, él sonrió y a ella se le subieron los colores al rostro y sus labios de rosa sonrieron como jamás lo habían hecho antes.
El avanzó hasta ella y en un perfecto español se presentó como todo un caballero, le hablo de sus estudios, de sus sueños, y sin saber cómo estaban caminando por el parque del pueblo rodeado de sauces y azahares, conversando como si la vida ya los hubiera unido en otro tiempo. Charles siempre tenía una broma a flor de labios y Penelopé reía como hacía mucho no lo hacía, y la vida reía con ella.
Y así los días pasaron y Penelopé enamorada con la fuerza de sus pocos años, solo existía para respirar el aire de su aliento, perdida en la calma azul de sus ojos. Sus brazos eran el refugio que siempre busco, el lugar donde siempre quiso anidar.
Ya no le importo los chismes de las viejas, Charles era su esposo, su amante, aunque no hubieran papeles inútiles de por medio. Y él le murmuraba palabras de amor sencillas y tiernas que echaron al vuelo por primera vez su corazón de niña, él sabía que su libertad se había quedado enredada en aquella negra cabellera, sabía que si alguna vez fue ave de paso, lo había olvidado para dormir en sus brazos. Si alguna vez hubo bondad y belleza en su corazón fue enredado en su cuello, en sus senos de palomas blancas, en su cintura estrecha, en sus rincones jamás explorados. El era el primero, el caminante de sus rutas escondidas. Nunca fue sabio en amores; siempre fueron besos, una cama, un rostro, un nombre que al siguiente día olvidaría.De sus labios aprendió el amor, esos amores de los que nadie ha escrito, porque no se pueden poner en palabras.
Pero un día Charles tuvo que marchar, su padre le reclamaba, le amenazaba con ir a buscarle y traerle por la fuerza. Y él no quería que nadie dañara a su frágil flor, conocía bien a su padre y sabía que no se detendría ante nada.
Y una tarde plomiza de abril cogió su mochila, sus besos, sus últimos abrazos, su inocencia y se marchó.

- Adios amor mío, no me llores volveré antes que de los sauces caigan las hojas. Piensa en mí, volveré yo por ti.

Pobre infeliz, se paro su reloj infantil, cuando su amante se marcho. Y la chiquilla ya no rió más y cada domingo se sentaba en el andén esperando a que su Charles volviera. Y al caer la tarde, con el último tren se marchaba a casa y se dormía con el perfume de su cuerpo que aún creía sentir en la vieja almohada, le parecía ver su silueta dibujada en la cama, entonces cerraba los ojos soñando, perdida en aquella mirada azul que una vez fue solo para ella.
Poco a poco la razón la fue abandonando, porque también la tristeza mata el alma, y el vacío se fue quedando prendido en sus pensamientos.
Penelopé, tristeza a fuerza de esperar, sus ojos de hierba se encendían cuando un tren silbaba a lo lejos; esperando que su amante bajara de uno de los vagones y la envolviera en sus brazos. Los pasajeros bajaban uno tras otro pasando delante de ella, les oye hablar, pero para Penelopé solo son muñecos.
Penelopé ya no es la belleza de antaño, su cabello de azabache ha perdido su brillo de estrella y unas hebras de plata se escurren en sus ondas; sus ojitos de hierba ya no relucen más; su rostro de porcelana, luce algunas arrugas que el tiempo y la pena han sabido dejar. Algunos sonríen, porque ella ignora el tiempo transcurrido y aún sueña que es la belleza del pueblo con su vestido de domingo, ya pasado de moda.
Dicen en el pueblo que el caminante volvió, y la encontró en su banco de pino de verde.

-Penelopé mi amante fiel, mi paz, deja ya de tejer sueños en tu mente, y mirame, soy tu amor, regresé.

Ella volvió sus ojos llenitos de ayer; el rostro de Charles también estaba ajado por el tiempo, sus ojos habían perdido su esplendor, sus labios estaban resecos, dónde estaba la frescura que apagaba su sed. Su cabello apenas si tenía destellos de aquel dorado.
Le miro mucho rato, buscando aquella imagen que un día la dejo esperando en el andén.

- Tú no eres quien yo espero

Sonrió, le acaricio levemente el brazo y se dio la vuelta. Y se quedó con el bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón sentada en la estación.

Inspirada en "Penelopé" de Joan Manuél Serrat