07 octubre, 2008

Penelopé

Para mi querido amigo José a quien nunca he olvidado.

Su padre escribía las noticias, que no eran muchas ni variadas, en un periódico de pueblo, nada interesante, nada que se saliera de la rutina; su madre solía levantarse al alba para limpiar su pequeño trecho de vereda, preparar el desayuno y alistar a Penelopé para la escuela. Recordaba que su madre no hablaba mucho, solo lo necesario para cada ocasión.
Si había que ir a la reunión de uno de los vecinos siempre era la primera en ofrecer su ayuda, ya sea echando mano con las viandas o arreglando la casa; si alguien del barrio enfermaba, todos sabían que Elena estaría allí, con su pequeño botiquín, lista para aliviar los pequeños males. No era extraño que para los males del alma también acudiera a aliviarlos; en sus labios siempre había una palabra dulce, un consejo para reconfortar, una caricia para calentar los corazones fríos. Y a pesar de todo ello, siempre eran largos sus silencios, como si su vida solo fuera para los demás y la suya se le hubiera extraviado en algún recodo del tiempo. Caminaba silenciosa por la casa, siempre atareada, siempre con una labor en las manos, siempre fregando los trastos o el piso; Penelopé no recordaba haber tenido una conversación larga con su madre, siempre parecía inmersa en su mundo, un universo al que nadie tenía acceso, ni siquiera ella.
No era feliz, a pesar de sus pocos años Penelopé lo intuía, podía pasarse las tardes agitada yendo a mil lados, recorriendo las veredas polvorientas con sus zapatitos menudos; pero era como una forma de escapar de una vida que nunca quiso. Cuando estaba en casa parecía afixiarse, entonces abría las ventanas enormes de su habitación que daban al parque del pueblo y se quedaba mirando las estrellas, la luna, los sauces, o simplemente sintiendo el viento en su rostro que el tiempo no había querido estropear.
Entonces Penelopé se preguntaba qué recordaba su madre y cuando los años la fueran haciendo mujer, se fue convenciendo que su madre jamás amo a su padre y que cuando se quedaba apoyada en el recodo del ventanal añoraba algún amor perdido; pero nunca le hablo de nada, se llevo a la tumba su secreto.
En cambio su padre era un hombre enérgico, siempre pensando que el lugar de la mujer era su hogar. Nunca estuvo de acuerdo con lo que Elena hacía, siempre le pareció una pérdida de tiempo estar ayudando a tanto menesteroso que al final ni siquiera recordaba el bien hecho.
A menudo sorprendía a su padre observando a su madre, era una mirada dulce, tierna, pero también triste. Era como si supiera que existía un recuerdo que siempre dormiría entre ellos; el recuerdo de aquel hombre que Elena jamás olvido. Se casó con él porque estaba cansada de las recriminaciones de su padre, estaba cansada de oírle decir que Joaquín era el mejor partido y que si se tardaba mucho en decidirse se quedaría a "vestir santos". Y que importaba si así fuera, acaso no era eso mejor que casarse sin amor... pero al final Elena acabó cediendo y una mañana de noviembre, un día gris como su corazón termino casándose con el apuesto Joaquín. El día de la boda, solo ella sabía que tras su sonrisa se ocultaba el dolor más profundo, el deseo de morir. Morir por un amor que hizo de sus ilusiones trizas, que acabo con sus esperanzas de niña ingenua y le dejo un beso en los labios, una caricia en los cabellos y un hijo en el vientre.
Penelopé comprendía que para su padre, no debía ser fácil criar al hijo de otro; mirando como con el transcurso de los años se iba pareciendo más a su rival. La bella niña tenía los cabellos negros como la noche, y los ojos muy claros, tan verdes como las hojas de los árboles en una mañana de primavera.
Pocas veces había escuchado reír a su padre, casi siempre metido en su trabajo ideando las palabras que dejarán contentos a sus jefes, cosa que casi siempre lograba, y es que en el fondo su padre era una especie de poeta frustado. Penelopé sabía que la amaba, solía hablarle de sus viajes de joven, de sus aventuras cuando sirvió en un barco mercante, pero a pesar de las muchas anécdotas, que hacían a Penelopé retorcerse de la risa, él apena si esbozaba una sonrisa. A veces cruzaba por sus ojos como una nube, una tristeza indescriptible y entonces callaba, así, de repente. Entonces la niña sabía que era el momento de dejarlo en paz, en paz con sus silencios.
Penelopé creció en aquel ambiente entre el silencio y la tristeza. Soñadora por los poemas y las historias que su padre le contaba, generosa y gentil como su madre. Pobre pequeña "su padre era triste y su madre era callada y la alegría nadie se la supo enseñar" .
Cuando la buena Elena dejo este mundo fue un entierro de aquellos de los que se habla por mucho tiempo, todo el pueblo asistió, todos lloraron la muerte de aquella mujer que en tantas ocasiones había sido el consuelo y la mano bondadosa que lleno no solo las mesas vacías sino los corazones sin esperanzas. Su padre no lloraba, encabezaba el cortejo en silencio, los labios apretados, el paso firme; solo cuando todo hubo terminado, en la soledad de su habitación Penelopé lo escuchó sollozar, como si la vida se le fuera en cada lágrima. Atisbo por la abertura de la puerta, su padre apretaba contra su pecho un delantal ajado de Elena, abatido sobre el piso, como si el dolor fuera tan grande que lo le permitiera moverse, Penelopé quizó acercarse, pero su padre levantó su rostro arrasado en lágrimas y con un gesto de la cabeza le dijo que no. Y Penelopé vivió su dolor a solas, y aquello la marcó para siempre, hubiera ansiado el abrazo de su padre, refugiarse en sus brazos cálidos, unir sus lágrimas a las suyas, pero él le había negado aquel consuelo.
No fueron muchos los meses que Joaquín sobrevivió a su esposa, se fue apagando poco a poco, asomado a la ventana como tiempo atrás lo hiciera Elena. Y allí se quedaba olvidándose de dormir, de comer, tal parecía que solo se alimentaba de los recuerdos, y siempre apretando en su mano el delantal. Un día Penelopé lo encontró muerto sobre la cornisa de la ventana con una mano levantada, como si hubiera querido en sus últimos momentos alcanzar algo. Pero su rostro no mostraba agonía alguna, solo una sonrisa apacible se dibujaba en sus labios.
Cómo gira la rueda del destino inexorable, cómo todo puede cambiar sin apenas darnos cuenta. Penelopé ahora estaba sola. Había conseguido un puesto en el diario en el que trabajaba su padre, pronto se destaco por sus artículos sociales y de vez en vez por sus dulces poemas, en los que liberaba su alma de mujer. Su vida hubiera podido transcurrir tranquila, como una eterna primavera, sin fríos y angustiosos inviernos; sin agobiantes veranos, pero la rueda del destino de nuevo giraba hacía ella sin que nada pudiera detenerla.
Los domingos eran una fiesta, el tren llegaba cargado de pasajeros extranjeros que venían a conocer el pintoresco pueblo. Penelopé siempre se sentaba en su banco en el andén, con su mejor vestido y sus zapatos de tacón. Cuando corrían los calurosos días de verano meneaba su abanico, regalo de su madre; lo hacía con una gracia, que no pocos se quedaba extasiados a contemplar a la bella muchacha de ojos de hierba.
Y un día apareció el caminante que cambiaría sus años. Charles, venía de Inglaterra, estaba de vacaciones de sus estudios universitarios, había querido viajar solo, sus compañeros habían preferido las ciudades más turísticas, pero él no, amaba los pueblos pequeños llenos de historias, donde cualquier tarde se podía sentar en una banca del parque a escuchar a una anciana narrar los avatares del lugar, de los vecinos que eran la comidilla de todos o de la fiesta que se iba a celebrar una de esas tardes. En cierta forma le gustaba viajar solo, con una pequeña mochila, le gustaba viajar ligero. Siempre pensaba que cuando se recibiera de médico, viajaría por los pueblos más remotos, dónde nadie quisiera ir, donde la miseria y el dolor fuera la historia de cada día, por eso no quería echar raíces, no quería atarse a nadie. Ser parte de alguien es perder parte de uno mismo.
Pero Charles no contaba con la la belleza que atrapó sus ojos una tarde de primavera, una tarde en que el aroma del azahar perfumaba el viento. Sus ojos se cruzarón; los de ella teñidos de verde, los de él bañados de mar. Y el reloj se paro en ese instante, él sonrió y a ella se le subieron los colores al rostro y sus labios de rosa sonrieron como jamás lo habían hecho antes.
El avanzó hasta ella y en un perfecto español se presentó como todo un caballero, le hablo de sus estudios, de sus sueños, y sin saber cómo estaban caminando por el parque del pueblo rodeado de sauces y azahares, conversando como si la vida ya los hubiera unido en otro tiempo. Charles siempre tenía una broma a flor de labios y Penelopé reía como hacía mucho no lo hacía, y la vida reía con ella.
Y así los días pasaron y Penelopé enamorada con la fuerza de sus pocos años, solo existía para respirar el aire de su aliento, perdida en la calma azul de sus ojos. Sus brazos eran el refugio que siempre busco, el lugar donde siempre quiso anidar.
Ya no le importo los chismes de las viejas, Charles era su esposo, su amante, aunque no hubieran papeles inútiles de por medio. Y él le murmuraba palabras de amor sencillas y tiernas que echaron al vuelo por primera vez su corazón de niña, él sabía que su libertad se había quedado enredada en aquella negra cabellera, sabía que si alguna vez fue ave de paso, lo había olvidado para dormir en sus brazos. Si alguna vez hubo bondad y belleza en su corazón fue enredado en su cuello, en sus senos de palomas blancas, en su cintura estrecha, en sus rincones jamás explorados. El era el primero, el caminante de sus rutas escondidas. Nunca fue sabio en amores; siempre fueron besos, una cama, un rostro, un nombre que al siguiente día olvidaría.De sus labios aprendió el amor, esos amores de los que nadie ha escrito, porque no se pueden poner en palabras.
Pero un día Charles tuvo que marchar, su padre le reclamaba, le amenazaba con ir a buscarle y traerle por la fuerza. Y él no quería que nadie dañara a su frágil flor, conocía bien a su padre y sabía que no se detendría ante nada.
Y una tarde plomiza de abril cogió su mochila, sus besos, sus últimos abrazos, su inocencia y se marchó.

- Adios amor mío, no me llores volveré antes que de los sauces caigan las hojas. Piensa en mí, volveré yo por ti.

Pobre infeliz, se paro su reloj infantil, cuando su amante se marcho. Y la chiquilla ya no rió más y cada domingo se sentaba en el andén esperando a que su Charles volviera. Y al caer la tarde, con el último tren se marchaba a casa y se dormía con el perfume de su cuerpo que aún creía sentir en la vieja almohada, le parecía ver su silueta dibujada en la cama, entonces cerraba los ojos soñando, perdida en aquella mirada azul que una vez fue solo para ella.
Poco a poco la razón la fue abandonando, porque también la tristeza mata el alma, y el vacío se fue quedando prendido en sus pensamientos.
Penelopé, tristeza a fuerza de esperar, sus ojos de hierba se encendían cuando un tren silbaba a lo lejos; esperando que su amante bajara de uno de los vagones y la envolviera en sus brazos. Los pasajeros bajaban uno tras otro pasando delante de ella, les oye hablar, pero para Penelopé solo son muñecos.
Penelopé ya no es la belleza de antaño, su cabello de azabache ha perdido su brillo de estrella y unas hebras de plata se escurren en sus ondas; sus ojitos de hierba ya no relucen más; su rostro de porcelana, luce algunas arrugas que el tiempo y la pena han sabido dejar. Algunos sonríen, porque ella ignora el tiempo transcurrido y aún sueña que es la belleza del pueblo con su vestido de domingo, ya pasado de moda.
Dicen en el pueblo que el caminante volvió, y la encontró en su banco de pino de verde.

-Penelopé mi amante fiel, mi paz, deja ya de tejer sueños en tu mente, y mirame, soy tu amor, regresé.

Ella volvió sus ojos llenitos de ayer; el rostro de Charles también estaba ajado por el tiempo, sus ojos habían perdido su esplendor, sus labios estaban resecos, dónde estaba la frescura que apagaba su sed. Su cabello apenas si tenía destellos de aquel dorado.
Le miro mucho rato, buscando aquella imagen que un día la dejo esperando en el andén.

- Tú no eres quien yo espero

Sonrió, le acaricio levemente el brazo y se dio la vuelta. Y se quedó con el bolso de piel marrón y sus zapatitos de tacón sentada en la estación.

Inspirada en "Penelopé" de Joan Manuél Serrat

7 comentarios:

Dalia dijo...

que bonito!

siempre me gusto esa cancion, ahora que la has engalanado con esa historia, es mucho mas hermosa aun.

Marga dijo...

Si Serrat leyera esto, se sacaría el sombrero y te haría una reverencia de admiración.

Niña, lo has bordado, has puesto un broche de oro para una de mis canciones preferidas.

Le sonrió...

Besitos

El César del Coctel dijo...

Mi Rosita de Fuego, qué belleza lo que has escrito.

Siempre me ha gustado mucho esta canción e inquietado su historia; pero tú has sido la mano maravillosa que hizo nacer las palabras que nos permiten leerla.

Me gusta mucho, mucho, mucho. Están bella como la misma canción.

Abrazos y besos

un-angel dijo...

Desde luego Rosita, coincido con Marga, has dibujado toda una hermosa historia alrededor de esa canción...a mi esa canción me pone un poco melancólico, pero sí, es bonita...
Un beso guapa.

AnCris dijo...

Como tantas cosas, coincido con nuestro ángel en que esa canción encierra tanta melancolía como belleza y ahora con esta historia... aaahhhh, más bella todavía.
Como siempre, un "gracias" por compartir estas palabras con nosotros, tus amigos.

También quiero avisarte que te he enlazado en mis Palabras... sin ninguna obligación ¿si? ya me entenderás cuando me leas...

Besotes!

El César del Coctel dijo...

Mi Rosita que nos avivas con tu fuego, vuelvo a saludarte de nuevo.

Aiguiendo la pita del Hadita, te he elegido entre mis afectos y también te deje mensajito en mi casa.

Abrazos
Hasta pronto

Da Vinci dijo...

Gracias por la dedicatoria, si no es demasiado vanidoso pensar que es para mi...
De Serrat me costaría decir cual es mi canción preferida, pero ésta es una de las que más me han marcado.
Visto lo visto y vivido lo que llevo vivido, lo malo no es tener los ojos llenitos de ayer sino el corazón inmóvil y detenido en el tiempo pasado.

Porque:

¡Cómo nos cambia el tiempo!
Cada vez menos niños,
cada día más serios,
cada instante que pasa
más y más viejos.

Ayer, hoy fue mañana,
pronto será un recuerdo
y luego nada.

El tiempo es humo:
Desdibuja el pasado
y oscurece el futuro.

Pero...¿existe el tiempo?.
Ayer, hoy y mañana
es todo eterno.
El tiempo jamás pasa.

¿Qué es entonces
lo que nos cambia?.

Qué es, Rosa, qué lo que nos cambia?
Un gran abrazo.

José.