18 octubre, 2006

Dos vueltas de llave y un ángel

Basado en un cuento de: René Marquéz


Un cuadrado de luz se filtraba por la pequeña ventana, y caía sobre el piso polvoriento, cerca de la vieja cama. En realidad no era un cuadrado, sus lados parecían deformarse, hundiéndose uno y anchándose el otro. Quizá era el efecto de su propia postura sobre la almohada. Tenía el ojo izquierdo hundido en la funda. Y el derecho estirado, como el de un oriental, probablemente los chinos veían las cosas así. O a lo mejor, las cosas eran así, sencillamente, no importaba quién las mirase. El de la noche anterior no era chino, a pesar de sus ojos y del color de la piel, Filipinas, manila, océano pácifico, o algo por el estilo. El infierno en la espalda seguía allí. La nieve, si fuese algodón tenue, refrescaría la espalda. Pero la nieve no existe más que en los libros. Y el hielo estaba inaccesible, en la nevera de un bar.
Trato de incorporarse, pero volvió a caer pesadamente sobre la almohada. Aspiro el olor rancio en la funda de la almohada. Miró la puerta de reojo. El dolor en la espalda era insoportable. Y la puerta estaba cerrada. Dos vueltas de llave: trás-trás. Los pasos se alejaron pesados por el pasillo.
Estaba tirado sobre el piso, a oscuras, sangrando, aullando, el yodo quemando la carne abierta, con la luz apagada. Por si se te ocurre otra vez. Por si se te ocurre. La navaja había estado quieta en su mano, inmóvil entre los dedos, el filo hacía afuera reluciente.
No ocurriría nada, claro está, todo era un juego. No juegues, no juegues con eso. La risa sacudía su cuerpo: el filo hacía afuera, reluciente. El diablo empuja la mano. No juegues: igual que la otra vez.
Sólo que entonces, no había sido la bomba de luz, colgando del techo sucio y cubierto de telarañas, sino el sol; un sol esplendoroso colándose entre los pinos, con el canto del rio, meciéndolo, arrullandolo.
Se sentía a gusto echado sobre la yerba húmeda, sofocándose de risa; la tierra bajo la yerba poniendo un alivio de frescor en su espalda. Apenas si distinguía el azul del cielo, solo sentía su peso sobre él, su barba hisurta raspando su mejilla. Sentía su mano ascender y descender sobre su cuerpo, cerro los ojos y difruto de aquella caricia. De pronto, las caricias se hicieron más urgentes. Le detendre la mano antes de que llegue. Pero la fuerza no aparecía, y la mano no era ya la mano. ¡Dios mío!. Esto es pecado.
Y el sol seguía chisporroteando entre las ramas. Y ahora sentía dolor, dolor de verdad, ahí, ahí abajo, hondo, desgarrante, lleno de lágrimas, de gritos que se aplastaban en sollozos, porque había unos labios en su boca, y la voz le estallaba dentro dentro del pecho, sorda, sin salida, y el pecho le retumbaba, como si fuera a reventar de gritos, hasta que estalló la sangre, y la tibieza empezó a manar provocando escozor, ardor, dolor también, porque ahora todo el cuerpo era dolor: Los músculos, las vísceras, los huesos, que se quedaban quietos.
No había ya peso sobre su cuerpo; no sentía la barba ni las manos. Una soledad quieta, el murmullo del río, que podía ser un canto, pero ya no risa.
Alzó los ojos, y vió el rostro del padre: las palabras terribles, sucias, cayendo sobre él; horribles como bestia feroz , como los seres que viven en las pesadillas; las palabras que mordían el alma, destrozaba y masticaba el alma; desollaba, desgarraba, achicarraba la piel más dura.
El no había querido eso, o más bien sí, pero no de aquella forma. El era lo que era, sentía como sentía. Siempre se había sentido distinto, pero nunca nadie le explicó nada. Y los ojos que se le iban tras sus amigos, con una urgencia extraña; pero su padre solo entendía de azotes y palabras duras. A quién contarle sus dudas, su madre era una buena mujer, pero vivía bajo la sombra de aquel hombre, siempre triste; con sus enormes ojos acuosos, como si las lágrimas estuvieran prontas a brotar en cualquier momento. Con las manos callosas de tanto fregar los trastos, y la ropa, y los pisos y su vida. Andaba ligeramente encorvada, de un mal golpe que recibió hacía algún tiempo y que le mando a urgencias por unos días.
Salió despacio, hasta alcanzar la calle. El sol hacía rato que se había puesto y ahora la obscuridad se cerraba tras sus pasos. Miró un instante hacía la vieja casa, su madre estaba de pie en el umbral, lloraba, el sabía que quería abrazarlo, darle un beso en la frente. De pronto, una mano la empujo hacía adentro y la puerta se cerró. No había vueltas de llave a sus espaldas porque la puerta no tenía cerradura. La puerta estaba abierta, pero la sabía cerrada tras de sí para siempre, como si la cerradurra que no tenía, (con la llave adentro) hubiese hecho: trás, trás.
Bajo hasta el bar, el pequeño lío de ropa le golpeaba el muslo derecho con su mismo ritmo de andar desganado. Había un hombre tras el mostrador sirviendo las bebidas. Solo que al verlo, su gesto animoso cambió repentinamente, cogió al muchacho por un brazo y lo llevó a la parte trasera del lugar.
El chico alzó sus ojos claros y los clavo suplicantes en el rostro del hombre.
- Aquí estoy. En mi casa ya no me quieren
- Pero, cómo se te ocurre buscarme, lárgate a tú casa y pidele perdón a tu padre.
- El no perdona. Ahora no tengo dónde ir, lleváme contigo, yo me acomodo en cualquier rincón.
La cara del hombre se puso roja de rabia. Le hablo con dureza, pero sin alzar la voz, cualquiera podía escucharlos y no le convenía que nadie se enterará de sus "secretos".
- Eres estúpido o qué, soy un hombre casado. Vete de aquí y no se te ocurra volver a buscarme.
El muchacho salió en silencio, el lío de ropa golpeaba de nuevo el muslo derecho, al mismo compas de su andar desganado. El camino era largo, y el cansancio, inmenso.
Continuara....

6 comentarios:

Ana dijo...

Bueno, esto me pasa por racionar. Ahora soy yo la que te pide que sigas. Prontito por favor.
Un beso.

pon dijo...

¡Jopeta!

Dalia dijo...

ay Dios, es un relato inquietante pero muy bien escrito.

Da Vinci dijo...

Que bello, no tardes en continuar.

Un abrazo.

Unknown dijo...

Solo que cuando yo lo leí no era muchacho era muchacha

noke dijo...

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